Conferencia de Dom Bernardo Olivera
“CINCO LECCIONES APRENDIDAS
EN ESTOS 18 AÑOS DE ABAD GENERAL”
Todo lo que comienza tiene su fin. Recuerdo que en el instante mismo en que fui elegido Abad General, mientras sonaba en la sala un aplauso, yo pensé en mi interior: “acuérdate del momento final”. No se trató de una actualización pesimista del “hemos de morir”, sino de una toma de consciencia oportuna y liberadora de la finitud de nuestro ser y obrar. Lo que en aquel entonces era futuro, hoy se está convirtiendo en presente.
A modo de “adiós” me permito compartirles algunas de las enseñanzas que han enriquecido mi vida en estos últimos años. Y lo hago sin pretensiones de ningún tipo, sólo con la sencillez de un hermano que devuelve lo que ha recibido.
A causa de una elemental reserva y cierto pudor espiritual, dejo de lado las lecciones que me enseñaron: el asesinato martirial de nuestros hermanos de Atlas, la propia enfermedad, la eventualidad de la muerte y el susurro del Espíritu en la intimidad del corazón. Por razones totalmente diferentes, tampoco le daré la palabra a esos eximios maestros que son: los ancianos y las ancianas, el sentido del humor, los proyectos sin concluir, los fracasos reconocidos, los contratiempos y la aceptación de los propios errores.
1. El servicio del gobierno “central”
Comienzo con una palabra breve y genérica sobre mi experiencia en el servicio del “gobierno central”. A fin de ubicarnos: somos, canónicamente hablando, una Congregación monástica que agrupa hoy en su unidad 97 monasterios de monjes y 72 de monjas. Según las estadísticas del 1 de Enero del 2008 somos 2185 monjes y 1782 monjas (total: 3967 personas), viviendo en unos 47 países diferentes. Es fácil imaginar que el Abad General tiene sobre su cabeza unos 170 Superiores “autónomos” a quienes prestar obediencia.
Al comienzo de mi abadiato general, en 1990, éramos 2797 monjes y 1876 monjas lo que hacía un total de 4673 personas. Es fácil comprobar que hoy somos 706 personas menos. En contraste con ese descenso, constatamos que desde 1990 hasta la fecha se hicieron 11 fundaciones (e incorporaciones) de monjes y 13 de monjas, lo cual significa un aumento de 24 comunidades, y hay 4 proyectos fundacionales en curso. Pero, por otro lado, se cerraron 3 comunidades autónomas y 2 fundaciones.
El crecimiento fundacional merecería un estudio y análisis particular, son muchas las lecciones que me ha enseñado ese simple dato, pero no es de esto de lo que deseo hablar en este momento.
Solemos decir que somos una Orden descentralizada, pero esto evidentemente no significa una Orden desordenada o desorganizada o carente de una autoridad “central”. Esta autoridad reside en el Capítulo General que se reúne cada tres años. El Abad General actúa como vicario del Capítulo cuando éste no está en sesión y según las Constituciones. Su servicio es especialmente pastoral, servicio apoyado en el derecho de visitas canónicas y la posibilidad de tomar decisiones excepcionales en situaciones especiales. Este servicio pastoral y subsidiario no ha de olvidar otras tres funciones asimismo importantes, ser: lazo de unión entre las comunidades, guardián y promotor del patrimonio e instaurador de la renovación espiritual. En otras palabras, una autoridad que corresponde bien a la índole de una Orden u congregación monástica formada por monasterios “autónomos” y relacionados entre sí por lazos de filiación y paternidad.
Tratándose de una Orden “descentralizada” es fácil darse cuenta de que la tentación o acusación de “centralismo” son algo de grave importancia. La historia enseña que es fácil sucumbir a tal tentación, tanto a nivel central cuanto local.
También enseña la historia otras lecciones de las que no siempre somos del todo conscientes. Valgan tres ejemplos. Podría suceder que confundamos la realidad y tachemos de centralismo lo que no es sino eficiencia pastoral-administrativa y prontitud para actuar cuando las circunstancias lo demandan. Pero, por otro lado, también podría suceder que acusemos “hacia arriba” sin darnos cuenta de que el pecado reside en el propio nivel de autoridad: todos hemos conocido o conocemos abades y abadesas autoritarios que acusan al Padre Inmediato o al Abad General de “centralistas” sin caer en la cuenta de que sus propias comunidades los acusan a ellos precisamente de eso. Y, para ser justos, hay que reconocer que todo esto también podría aplicarse en relación con otras instancias superiores de gobierno: nunca faltarán quienes acusarán a “Roma” de centralista, protegiéndose y defendiendo una cierta autonomía, que no es más que un monopolio indebido de autoridad.
Repensando el tema de la duración del mandato del Abad General, y libre ya para opinar sin temor a intereses personales, me parece que lo más adecuado es un mandato indeterminado, con posibilidad de evaluación a los 12 y 15 años y ofrecimiento de la dimisión a los 18. Esta opinión la baso en cuatro razones con fuerza de experiencia vivida: permitir una cierta continuidad ad intra sin caer en ostracismos; conocer y hacerse conocer ad extra, sobre todo en las instancias vaticanas; liberar al Capítulo General para tratar temas que tocan más directamente a la vida de las comunidades; y, por qué no decirlo, contando conque sea tomado con una “pizca de sal”: ¡no favorecer la proliferación de ambiciones con demasiada frecuencia!
2. El valor de las culturas y la interculturalidad
La persona humana es “uno en relación”, somos “autónomos” para ser “interdependientes”. Y esto en un contexto histórico (tiempo), geográfico (lugar) y cultural (forma de vida) determinados. A lo cual se le pueden aún sumar otras dos realidades: el factor generacional (edades de la vida) y la determinante sexual (mujer y varón).
Los seres humanos vivimos y existimos en una cultura concreta. Pero la cultura no nos agota, hay algo en nosotros que trasciende la cultura. Aunque a decir verdad, los hijos e hijas de una cultura determinada son la inmensa mayoría, mientras que sus padres-madres son poquísimos.
Todos sabemos qué se entiende vulgarmente por cultura: formas de cultivar la vida humana a partir de algunos valores privilegiados. Según esto, podemos hablar de una “cultura juvenil”, de una “cultura femenina”..., de una “cultura cristiana” y de una “cultura monástica” según diferentes formas de cultivar la existencia orientados por ciertos valores básicos.
El hecho de la pluralidad de culturas trae consigo dos consecuencias: interés por lo que otros tienen y a nosotros nos falta, y dificultad de comprendernos mutuamente. Es aquí en donde entra el tema y la experiencia de la interculturalidad o diálogo entre las culturas, la cual implica: aceptación de la diferencia, intercambio de valores, consenso en valores fundamentales y comunes.
Solemos decir, con algo de razón, que el monaquismo es un fenómeno “transcultural” pues ninguna cultura tiene el monopolio del mismo y porque los monjes y monjas se retiran a la soledad muchas veces al margen de la sociedad y de la cultura. Hay aquí algo de verdad, pero también es verdad que el monaquismo es un fenómeno cultural, pues existe en una cultura determinada y da lugar a una subcultura en el contexto más amplio de la cultura. Nadie duda que los monjes y las monjas cultivamos la existencia, privilegiando la dimensión relacional con Dios, y con mediaciones muy determinadas, en el contexto de tradiciones culturales distintas.
Ahora bien, los monasterios de la Orden se encuentran en lugares geográficos y culturales diferentes. El proceso de “inculturación” de nuestra vida monástica comenzó oficialmente en 1969 con la aprobación capitular del Decreto sobre la Unidad y el Pluralismo. Varios factores han permitido guardar e incrementar la unidad de la Orden, y esto a pesar de profetas y agoreros de desgracia.
Cualquiera de nosotros que participe en una reunión como ésta puede darse cuenta de un hecho muy simple: distintas lenguas, variedad de procedencias (países y culturas), diversidad de edades (jóvenes, adultos y ancianos) y diferentes géneros (varones y mujeres). Si prestamos atención a la dinámica de la reunión, constataremos fácilmente que, debido a la procedencia cultural, hay diferentes formas de vivir: la duración del tiempo, la relación con la autoridad, la elaboración de los conflictos, los procedimientos y la agenda del día, la percepción de los demás, el valor de la tradición y de la observancia monástica y... un largo etcétera.
En fin, si queremos seguir creciendo, en la escuela de la interculturalidad, tendremos que abolir fronteras, emigrar del propio horizonte, abrazar la pluralidad y ensamblar o componer las diferencias. La interculturalidad es el nuevo nombre de la koinonía monástica y de la comunión cisterciense.
3. Complementariedad y unidad de la Orden
Es un dato de la experiencia que los humanos, desde la más temprana edad, percibimos la vida desde un “código binario elemental”: macho y hembra, varón y mujer. Esta diferencia es universal, más allá de los contenidos concretos de la misma que pueden variar de una cultura a otra. Los deseos y ambiciones igualitarias, tan propias de las sociedades democráticas, no han eliminado las identidades sexuales y la necesidad de codificarlas y afirmarlas. El “unisex”, lo va demostrando el paso del tiempo, nació sin futuro.
El dato más elocuente a este respecto, al menos en el mundo occidental contemporáneo, es la primacía estética de la mujer en relación con el varón: la belleza como patrimonio femenino ha vencido a toda ideología igualitaria y democrática. Las mujeres quieren poder actuar en todo como los varones, ¡pero no asemejarse estéticamente a ellos! Queramos o no queramos no podemos ser ajenos al valor moderno de la identidad y al énfasis postmoderno en la diferencia.
Podemos entonces afirmar: varones y mujeres somos iguales (personas libres y conscientes para amar en la verdad) y diferentes (sexuadamente mujeres y varones). La diferencia entre el varón y la mujer se ordena a la reciprocidad: uno y otra son diferentes a fin de ser recíprocos. Esta mutua ordenación descalifica cualquier tipo de subordinación que toma la diferencia por deficiencia.
La experiencia de nuestra Orden, formada por monjas y monjes, me ha mostrado la verdad de lo recién dicho. Y los años vividos en la Casa Generalicia, única comunidad en cierto sentido mixta, me ha permitido aprender en lo cotidiano quiénes son ellas y como reaccionan, confío en que este aprendizaje habrá sido mutuo.
A nivel de lo doméstico, puedo decir lo siguiente: el dinero suele ser para nosotros una oportunidad para negociar, para ellas, una posibilidad para salir de compras; la casa es sentida por nosotros como residencia, ellas la viven como hogar; el hábito y la ropa son un medio protectivo, aunque ellas lo conciben sobre todo como mediación automanifestativa. Y podríamos seguir amontonando ejemplos caseros.
En el plano de la espiritualidad, para nosotros priman los objetivos, para ellas la globalidad. En el ámbito ético, nosotros nos valemos de decisiones institucionalizadas (leyes y constituciones) que clarifican derechos y deberes; ellas tienen muy en consideración la resonancia afectiva, junto con los vínculos naturales y otras múltiples relaciones.
Es fácil imaginar cuánta riqueza podría existir si estas diferencias, y tantas otras, se viviesen en complementariedad recíproca según los diferentes niveles de la Orden.
Me permito ahora un excursus sobre un tema que a todos nos interesa: los diferentes modelos de unidad de la Orden. En el pasado, simplificando el discurso, las diferencias eran tratadas en clave de separación y subordinación: teníamos Constituciones diferentes y un solo Capítulo General de Abades que ejercía la autoridad también sobre las monjas. El Abad General era el Vicario de dicho Capítulo. Es así, según se pensaba, como se podía mantener mejor la unidad de la Orden. Este modelo de separación y subordinación entró en crisis con ocasión del Concilio Vaticano II.
Las nuevas Constituciones --elaboradas en el Capítulo de Holyhoke (1984) y El Escorial (1985) – y aprobadas por la Santa Sede en 1990, contemplan otro modelo de unidad. En la actualidad, abreviando el argumento, tenemos: dos Capítulos Generales Interdependientes que trabajan habitualmente en una Reunión General Mixta; un Abad General como Vicario de cada uno de los Capítulos y unas Constituciones casi idénticas.
Nuestros intentos de dar un nuevo paso a fin de tener un Único Capítulo General de Abades y Abadesas, proyecto aceptado en los últimos Capítulos Generales del 2005, no fue aprobado por la Santa Sede. Y habrá tenido sus motivos para tal negativa. Esto nos permite a nosotros continuar nuestra reflexión. Pero podemos formularnos una pregunta previa: ¿vale la pena seguir adelante con nuestro propósito y petición? Considero que sí, pero habrá que subrayar la importancia de unas Constituciones respetuosas de la diversidad complementaria. En este caso podríamos hablar de un tercer modelo a fin de salvaguardar la unidad que se impone. En síntesis:
-Un Capítulo General Único de Abades y Abadesas con posibilidad de votos diferenciados + un Abad General como Vicario del mismo + Constituciones complementarias que respeten las diferencias.
La motivación de fondo para un Capítulo General Único reside en la unidad de nuestra Orden formada por monjes y monjas. A un cuerpo, aunque tenga miembros diferentes, corresponde una única cabeza. Y la propuesta de Constituciones complementarias se basa en la aceptación de las irreductibles diferencias entre el “genio femenino” y el “genio masculino”; sería fácil ofrecer ejemplos ilustrativos. Pensemos tan sólo en el binomio autoridad-obediencia o, más profundamente aún, en el “sentido de pertenencia” y lo que esto implica para monjes y monjas respecto a la consagración monástica, la estabilidad en la comunidad, la clausura, la dispensa de votos y la petición de exclaustraciones.
Pero hay otra razón de peso en favor de las Constituciones complementarias y respetuosas de las diferencias. Se trata del “criterio de coherencia” entre la vida y la ley. En efecto, las Constituciones actuales, en varios de sus números, son vividas en forma muy diferente por los monjes y las monjas. Por lo general son ellas quienes tienen que forzar la vida a la letra o actuar al margen de la misma. El ejemplo más notorio a este respecto es el caso de la separación de la comunidad a fin de favorecer la paz en la misma (Cf. Est.60.B). Poquísimas Abadesas han utilizado este Estatuto para solucionar una situación de conflicto, sin embargo el número de monjas que están fuera de sus comunidades de profesión es bastante mayor que el de los monjes.
Queda un tema en suspenso. ¿Será posible alguna vez tener una Abadesa General como Vicaria de un eventual Capítulo General Único? Los tiempos no están maduros, ni ad intra ni ad extra. Pero madurarán. No faltan ya muchas personas que piensan que para este servicio el criterio de “capacidad-competencia” es mucho más importante que el criterio “género-sexo masculino”. Y no faltan juristas y no juristas que opinan que esta posible Abadesa General podría tener un Vicario que ejercería la jurisdicción, o dicha jurisdicción podría tenerla el Abad del Císter.
Pero, no nos asustemos, las evoluciones son lentas, hagamos pacíficamente nuestra parte del trabajo y dejemos a las generaciones futuras hacer el suyo. La ciudad de Roma no fue construída en tres días, la vida es lenta en crecer y hay que saber esperar sin perder jamás la esperanza.
4. El ABC de la vida monástica
Las nuevas fundaciones monásticas en el sur y oriente del mundo, las comunidades en situación precaria del hemisferio norte y el carisma compartido con los laicos y laicas cistercienses, me han enseñado una lección que considero un verdadero tesoro: la vida monástica es una vida simple y esencial. Y no hay duda que todo lo que es simplemente esencial es permanente, universal y, en consecuencia, actual. Pero no la actualidad de las “últimas noticias”, sino la actualidad con historia.
El fundamento del monaquismo cristiano no es otro que Cristo mismo. Nada ha de ser preferido a su amor: murió y resucitó por mí y por todos. Los “textos radicales”, que marcan el camino del seguimiento, son asimismo guías seguros e insoslayables. Todos llevan a la misma raíz: morir para vivir, reconocer el don recibido para convertirlo en don ofrecido. Para quien así vive, la vida toda, con sus gozos y dolores, se convierte en bienaventuranza. Quienes así viven habitan en el corazón de la Iglesia y se convierten en dicho corazón.
El Patriarca San Benito no pretendió otra cosa que tomar como guía el Evangelio. Es así como instauró una escuela del servicio divino, una escuela de amor a Dios y al prójimo. El corazón de la espiritualidad benedictina consiste en esto: amor afectivo a Cristo que se hace efectivo mediante una participación activa en la liturgia, una asidua lectio divina, una concreta comunión fraterna y una conversatio o forma de vida monástica integral. Es decir:
- Cristocentrismo afectivo y efectivo: nada anteponer a su Persona y a su proyecto.
- Celebración litúrgica: para gloria de Dios y salvación de la humanidad.
- Lectio divina: en diálogo de amor con Dios Amor.
- Comunión fraterna: a fin de ser Iglesia, Cuerpo de Cristo en el Espíritu.
- Observancias varias: como encarnación, manifestación y prueba de la caridad.
Dicho de otro modo, el ABC del programa monástico que ofrece San Benito en su Regla consiste en: la búsqueda sincera de Dios mediante la oración y la renuncia, búsqueda autentificada mediante el celo por el Opus Dei, por la obediencia y por los oprobios. A final de su Regla Benito quiso explicitar y condensar lo que se encontraba en toda ella como alma de la misma: el amor ardentísimo que lleva a Dios comulgando con los hermanos y hermanas.
Los cistercienses de la primera hora, para decirlo en pocas palabras, sólo pretendieron guardar la Regla en todas sus exigencias y de seguirla según la pureza y rectitud de la misma. La rectitud y pureza de la Regla es aquello que esencialmente la constituye, es decir: una forma práctica y monástica de vivir el Evangelio. La Regla ofreció a nuestros primeros padres un camino recto de perfección evangélica gracias a un discreto equilibrio y alternancia de los exercitia monásticos tradicionales. Los dura et aspera y las observancias son mediaciones aptas para la puritas cordis y la quies o unión contemplativa con Dios.
Pero, además de lo recién dicho, las y los cistercienses medievales nos ofrecen una profunda experiencia y reflexión sobre el sacramento de la Eucaristía. Lo que ellos escribieron con amor, ellas lo vivieron con pasión. La Eucaristía es el sacramento de la entrega del Esposo. No es raro que algunos autores la presenten con el símbolo del abrazo y del beso, y son sobre todo ellas las que claman: ¡que me bese con el beso de su boca! Sea como sea, sin Eucaristía no hay comunión ni comunidad cristiana.
Esta es la lección que me han enseñado, por caminos diferentes, las fundaciones monásticas, las comunidades en situación precaria que han asumido sus circunstancias como oportunidad para renovarse y los laicos y laicas que comparten el carisma común del Císter. No hay duda que todos ellos nos muestran desde diferentes ópticas, lo genuinamente tradicional.
5. El deseo y la mística esponsal
Toda persona, tarde o temprano en la vida, se pregunta sobre sí mismo y los otros. En otras palabras, todos tenemos algo que decir respecto al ser humano. Y es así como nacen las antropologías o las diferentes concepciones o teorías sobre lo humano. Ante la pregunta: hombre ¿quién eres?, han surgido respuestas como estas: Naturaleza individual, racional y libre. Ser que se relaciona históricamente con el ser y así existe. Capacidad de darle sentido a la existencia. Relación generadora de individualidad relacional...
Nuestros Padres cistercienses supieron elaborar una sólida doctrina antropológica como soporte y alimento de la espiritualidad. Antes de comentar el Cantar de los Cantares procuraron puntualizar y redactar un tratado de ánima.
Ahora bien, todo cambio de época demanda un ajuste o cambio de sentidos y de percepción de la realidad. Y la primera realidad que reclama un ajuste es la visión que tenemos sobre nosotros mismos. Es decir, un cambio de época trae siempre consigo un cambio antropológico. La proliferación actual de psicologías pop y el serio interés por las doctrinas del psicoanálisis dan razón de lo que acabamos de afirmar.
El contacto con nuestras Madres y Padres cistercienses, la apertura a las corrientes actuales de pensamiento y la reflexión sobre ciertos abandonos de la vida monástica, me han enseñado la importancia del deseo como elemento clave de una antropología relacional, integrada, realista y trascendente. La experiencia del deseo es una experiencia transcultural y que no conoce las fronteras de las edades ni de los sexos.
Decir que somos “seres carenciados” es afirmar al mismo tiempo que somos “seres deseantes”. Este deseo frontal y estructural se refiere a Dios: salimos de sus manos y tendemos hacia Él. La historia de pecado, original y particular, sepultó nuestro deseo de Dios y fragmentó el deseo frontal en infinidad de deseos. Algunos de estos deseos nos extravían y apartan de Dios, pensemos en los tradicionales “vicios o pecados capitales”. Otros deseos son neutrales y su bondad depende del sentido final que les damos. Sea como sea, Dios no es el único que nos atrae, gozamos y padecemos otras múltiples atracciones. La atracción heterosexual es la forma más natural y básica en la cual experimentamos la fuerza del deseo. Pero las promesas de complementariedad y de felicidad que ofrece el sexo no son duraderas, no siempre se cumplen o son de alcance limitado. El deseo puede encontrar en la religión otra dimensión en la que se pueden satisfacer los anhelos más hondos. Es fácil darse cuenta que el problema consiste en poner aquello que es natural y básico al servicio de aquello que es sobrenatural y trascendente. Gran parte de nuestra vida monástica la pasamos reduciendo e integrando deseos a fin de aunarnos en el deseo frontal de Dios. La anulación o represión del deseo erótico suele llevar a vidas solteras pero insípidas o, peor aún, vidas que tarde o temprano conducirán al libertinaje. La integración del mismo, mediante la virtud de la castidad y la gracia divina, lleva a vidas célibes y felices en la búsqueda y encuentro con el Señor y el servicio al prójimo. San Juan Clímaco, célebre autor de la Escala Espiritual, no vacila en sentenciar: ¡Bienaventurado el hombre cuyo amor por Dios es como el eros del enamorado por su amada! (EE, 30:5).
La mística esponsal enseñada por nuestros Padres cistercienses – ¡y vivida hondamente por las monjas medievales!– es el fruto maduro de esta integración del eros en la caridad. La Humanidad de Cristo o, como diríamos hoy, el Jesús Histórico, es el camino nupcial que lleva a las bodas con la Divinidad: acogida y donación recíprocas en comunión fecunda. Para los varones no es fácil, pero para Dios nada es imposible. Muchos monjes de hoy y, ciertamente, más de una monja, tenemos aún una tarea pendiente. La Sulamita del Cantar de los Cantares nos ofrece un curso gratuito, en 8 lecciones, sobre la ahaváh, espero que sepamos aprovecharlo.
Si aprendemos las lecciones de antropología y espiritualidad que nos enseña el amor esponsal podremos vivir en un proceso permanente de renovación. Quizás una de las causas de la actual “noche obscura” o “hibernación” de la vida consagrada sea un cierto “concubinato secularista y/o viudez esponsal”. La buena noticia de la mística esponsal puede sacudir y revitalizar. Puede también liberar de la desidia, de la acedia, de la castidad infecunda, del racionalismo sin celo, de la novedad sin nueva vida, del espiritualismo sin cuerpo, del ritualismo sin alma y del legalismo sin espíritu. Esta buena noticia presenta al sacramento de la Eucaristía como una entrega esponsal, la cual nos invita a retornar al primer amor, ese amor original y primordial, ese amor de primor que apasiona y devuelve la vida y las ganas de generarla para que otros también vivan. A partir de este amor apasionado las estructuras cambian, la tradición se enriquece, la Iglesia florece y el mundo rejuvenece.
Decía al inicio que todo lo que comienza concluye. Y esto es también válido para estas palabras de adiós. Que María de San José, llena del Espíritu y Señora del Císter, continúe en nosotros la obra que su Hijo ha comenzado.