Hermano Edmond Amos Zongo, osb
Monasterio de Koubri (Burkina Faso)
Una experiencia de libertad interior
para la unión con Dios
Con esta breve presentación quiero intentar decir lo que representa la vida religiosa en la Iglesia y, en consecuencia, lo que representa la vida monástica para mí.
En nuestros días, la vida monástica aparece para muchos jóvenes cristianos como un modo de vida religiosa ya superada, porque para ellos un monje no hace apostolado directo. No intentaré justificarme por qué para mí la vida monástica tiene su fuente en el Evangelio, la Palabra viva y actual, que le da siempre su significado. Es fácil valorar positiva o negativamente la vida monástica desde fuera, pero hablar de una experiencia personal es más difícil y más útil. Soy joven y carezco de experiencia para hablar de lo que estoy viviendo. Sólo los verdaderos monjes, es decir, los que tienen al menos treinta años de vida religiosa, podrían hacerlo. Pero, sin embargo, diré lo que siento.
Mi nombre es hermano Edmond Amos Zongo. Sentí el llamado a la vida religiosa como muchos otros cuando era muy joven; hablé de ello con el sacerdote encargado de las vocaciones en mi parroquia natal. Al principio me dirigió al seminario menor para que me hiciera sacerdote diocesano. Pero le dije que sentía llamado a una vida contemplativa más que una vida activa; sin embargo, como no conocía ningún monasterio en África, me parecía difícil. Me dijo que había un monasterio benedictino en la arquidiócesis de Ouagadugú, comprometiéndose a hacer los arreglos por mí
¡Gracias a Dios!
El primer contacto con el monasterio tuvo lugar en agosto de 1995. Tras varias experiencias, entré definitivamente en octubre de 1997. Al final del noviciado, hice mi profesión temporal el 18 de octubre de 2001 y mi profesión solemne el 10 de febrero de 2007.
La vida monástica es una vida religiosa como otras formas de vida religiosa, con el compromiso de seguir los consejos evangélicos que la historia ha resumido en los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Para los monjes que siguen la regla de San Benito existe el voto de obediencia, el voto de estabilidad y de conversión de la propia vida que incluye la pobreza, la castidad y otras dimensiones de la vida religiosa. El monacato es mucho más antiguo que las otras formas de vida religiosa cristiana. Para mí su particularidad está el hecho de que está más centrada en la oración que en el trabajo. El lema de nuestra Orden es “Ora et labora”. Deliberadamente Ora encabeza este lema. La tradición la ha puesto en primer lugar porque san Benito no quería que el trabajo dominara sobre la oración: la tendencia natural del hombre es poner el trabajo en primer lugar. Hay un proverbio entre los comerciantes que dice “el cliente va y viene, pero el buen Dios permanece estable”. Del mismo modo el trabajo pasa, pero siempre puedes rezar a la hora que quieras. Con este mismo lema “ora et labora”, san Pablo señala con fuerza a los cristianos: “El que no quiera trabajar, que tampoco coma” (2 Tes 3,10). Dios ha puesto al hombre en la tierra para continuar su obra: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn 3,17-19). A pesar de todo, una de las glorias de san Benito es haber reivindicado el amor al trabajo: “La ociosidad es enemiga del alma” (RB 48). En los votos monásticos, cada uno tiene su propia importancia y desempeña un papel complementario a los demás. Sin embargo, el monje debe rezar constantemente, incluso mientras cumple con su carga de trabajo.
Pobreza: en primer lugar, hay que distinguir claramente entre la pobreza de la que habla Jesús y una cierta pobreza que es sinónimo de miseria. En la miseria no se puede buscar a Dios. Un proverbio lo dice bien: “Quien tiene hambre es sordo a toda palabra”. La pobreza evangélica es una pobreza libremente elegida para alcanzar la meta que Jesús propone en las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos”. Como discípulo de Jesús he elegido esta forma de pobreza para estar libre de todo apego y poder servir libremente. Sólo en la vida cristiana y religiosa se considera la pobreza como una virtud. Nuestro mundo tiene horror a esta palabra, porque todos, jóvenes o mayores, quieren ser libres, mientras que la pobreza obliga a depender de otro.
La castidad ayuda igualmente a los religiosos a dedicarse enteramente al servicio de la Iglesia para ser hermano o hermana de todos sin excepción de raza o etnia. Al no tener cónyuge ni hijos, buscamos amar a todas las personas con el mismo amor de Cristo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Sin este voto de castidad, creo que me sería difícil, si no imposible, consagrarme por completo al servicio de la Iglesia universal. Estoy consciente que éste es el voto más difícil y el más complicado. En la actualidad, una de las debilidades de la Iglesia católica proviene de este voto, que crea problemas a los hombres y mujeres consagrados al servicio de la Iglesia. Para mí, sólo la vida comunitaria puede ayudarme a vivir plenamente este voto. Es muy exigente y a veces puede hacernos sentir muy incómodos.
De este voto pasaré al voto de obediencia. San Benito habla de la obediencia en más de tres capítulos: RB 5; 68; 71 (72 que creo que es un complemento del 71). La obediencia para mí, como Mossi (una de las etnias de Burkina), no es muy difícil, porque en nuestra cultura el niño está obligado a obedecer a sus mayores. ¿Pero es la misma obediencia de la que habla san Benito? Yo diría que no porque san Benito habla de dos tipos de obediencia. En el capítulo 5 de la Regla es la obediencia a los superiores mientras que en la RB 71 es la obediencia mutua. Ahí es donde la obediencia requiere discernimiento: es difícil obedecer a un menor. Para que esto sea más fácil, el monje debe estar realmente imbuido de la vida monástica. No obedece a un ser humano, sino a una orden de Dios transmitida por su prójimo. Quien alcanza tal grado de percepción espiritual ya no sufre por la obediencia.
La estabilidad, el voto de los monjes, ata al monje a un lugar determinado. Allí es donde el monje se compromete, esta comunidad se convierte para él en una nueva familia, incluso más que una familia adoptiva, esta comunidad se convierte para él como en una posesión personal. El voto de estabilidad nos ayuda, e incluso nos obliga a cultivar un clima de paz porque a partir de entonces estamos condenados a ver las mismas caras, las mismas personas, todos los días. Con el voto de estabilidad nos descubrimos por completo: podemos decir que conocemos a tal o cual persona porque hemos vivido con ella durante quince años, cuarenta años o incluso más, en el mismo monasterio. La vida monástica se caracteriza por este fenómeno. La estabilidad es un valor que hay que cultivar.
¿Por qué los monjes se apartan del mundo para vivir recluidos? Cuanto más se libera el alma, más libre se vuelve y más apta para llegar a su Creador y dispuesta a acoger la gracia de Dios. El propio Jesús nos mostró la importancia de retirarnos para tener un tiempo de contacto cara a cara con Dios. Cuando Jesús se retiró, no fue para ir a descansar, sino para ir a suplicar al que llamaba su Padre. Los monjes no inventaron la oración ni el recogimiento para poder unirse a Dios. Cada vez que Jesús tenía algo importante que hacer o que decidir, se retiraba a las altas montañas. Para mí, las alturas simbolizan el desierto del que hablaban los antiguos. Cada religión tiene su oración: es el lugar por excelencia del silencio que permite entrar en contacto con el Dios que está más allá de todo. El monje cultiva cada día este clima de silencio en sí mismo y en su entorno. Es el amor al silencio lo que empuja al contemplativo a tomarse un tiempo, a retirarse al desierto. Es el amor al silencio que le permite estar a solas con el Uno. Al retirarme del mundo, tengo más tiempo para alabar a Dios y al mismo tiempo implorar la bondad divina para toda la humanidad.
Lo que más me gusta de la vida monástica es la vida comunitaria, la oración con su dimensión de silencio y el trabajo. La vida está hecha para ser compartida. El monje cenobita nunca está solo. Dios está con él y está unido a una comunidad. En la vida comunitaria, convivo con los hermanos; nos apoyamos los unos a los otros para intentar avanzar juntos paso a paso, siguiendo el ritmo de cada uno, día a día, hacia la perfección. Este verdadero apoyo y reparto afecta a todos los ámbitos: el servicio entregado, la vinculación mutua y, sobre todo, el amor que nos profesamos unos a otros. En esta vida comunitaria, encuentro el tipo de familia que he dejado atrás. Es en la oración donde la comunidad saca su fuerza para la vida fraterna. Una comunidad que no reza no puede ser una verdadera comunidad religiosa; es, en el mejor de los casos, una asociación para un fin determinado.
Es a través del trabajo que la comunidad de hermanos se gana la vida: pues nuestro padre san Benito desea que “los hermanos vivan del trabajo de sus manos” (RB 48, 8). Para mí, la vida monástica es para la Iglesia universal lo que el aliento es para el cuerpo humano. Sin una vida enteramente consagrada a la oración por uno mismo y por los demás, nuestro mundo estaría bajo las garras del Maligno. Estoy muy contento de ser monje porque estoy convencido de la utilidad de la vida monástica; aunque mi ministerio sea invisible, es esencial e insustituible. Mi ministerio es rezar por toda la humanidad. Y es Dios quien sabe a quién y cómo puede ayudar mi oración. Es Él quien distribuye mi pequeño esfuerzo de cada día. Las otras formas de vida religiosa son también importantes e incluso muy importantes, pero no insustituibles. Aunque la Iglesia deje de tener escuelas para la instrucción de los niños, cada país puede y debe asegurar esta responsabilidad, no es el caso de la oración. Incluso en los países de carácter religioso, el Estado no puede imponer la oración a todos.
La oración en la vida monástica: en la vida monástica entregamos a Dios nuestra vida, nuestra fe, todo nuestro ser. Se convierte en nuestra seguridad, en nuestra fuerza y simplemente en nuestra fuente de vida. Puedo ser traicionado por mi vecino, pero nunca por Dios. Mi fe, mi confianza descansa en el Hijo de Dios que murió y resucitó para salvar a la humanidad, empezando por mí. ¿Qué podría ser más normal que hacer todo lo posible para mostrarle mi gratitud? Dios es misericordioso, y esta misericordia de Dios se siente profundamente en la vida monástica, porque cuento con Él cada día. Me atrevo a decir que la originalidad de nuestra vida consiste en mostrar que el ágape (amor) de Dios se concreta, o más bien debe concretarse, cuando nos amamos como Dios manda. Especialmente cuando canto el Salmo 132 (“Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos”), experimento la alegría del ideal monástico que es tan difícil de alcanzar. Es en la oración donde me encuentro con Dios y puedo conversar con Él como mi Maestro y Salvador. He sido creado para vivir Su presencia continua: es allí donde respondo a mi título de religioso. El religioso es un hombre conectado con el Ser Supremo, que desea que lo descubramos cada vez más.
En esta forma de vida religiosa, ¿cómo puede el hombre entrar en contacto con Dios si no es mediante la oración? En mi oración de cada día no dejo de pensar en todos aquellos que ponen su confianza en Dios e imploro la misericordia de Dios para todos aquellos que necesitan de esa oración. La vida monástica debe hacernos luchar cada día por la perfección: conocer y amar al Señor, esa es mi mayor felicidad.
Ahora me gustaría invocar otro punto de la oración tan propio de los monjes: la lectio divina. Es necesario aclarar el concepto de lectio divina porque el término puede referirse a un estudio o a la lectura de una obra espiritual. De hecho, su verdadero significado se refiere una lectura de las Sagradas Escrituras. Otras tradiciones religiosas conocen la meditación. La lectio divina es una lectura que conduce a la meditación. Es cuando se digiere lo que se ha comido, la meditación es la apropiación de algo en la memoria. La lectio divina se abre a la meditación, transformándola en oración o contemplación. Meditar la Sagrada Escritura es como masticar la comida. Este “rumiar” el texto consiste en leer la Escritura y dejarse transformar por ella. De esta iluminación del texto surge el significado espiritual, el don de Cristo. Por lo tanto, todo monje debe ser un especialista en la lectura porque cada día hace su lectio. Con la lectio, diría que la lectura es un arte que hay que aprender. No se lee porque se sepa descifrar el alfabeto. En la lectio se lee sabiendo lo que se quiere disfrutar.
Desde que estoy en la vida monástica, aunque toda vida tiene sus problemas y dificultades, en general estoy muy a gusto.
Hay un proverbio que dice que ningún país es mejor que otro, sólo hay que saber vivir y encajar bien. Cuando entré en esta vida religiosa, asumí un proyecto al que sigo aspirando: buscar la perfección. Vivir sin un objetivo conduce al desánimo. Si tienes una meta puedes vencer el desánimo.
Queridos hermanos y hermanas, para concluir este trabajo les pido misericordia ya que esta es la experiencia de un joven monje y no de uno experimentado. Sé que algunos encontrarán esta experiencia edificante, pero otros pensarán lo contrario. ¿Qué puede aportar un novato a personas que han devorado los escritos de grandes autores espirituales como san Benito, san Anselmo, santo Domingo y muchos otros? Un sincero agradecimiento a todos quienes se interesen por esta lectura.