P Jean Pierre Longeat
Presidente de la AIM
Editorial
Uno de los aspectos más importantes de la vida de una comunidad monástica es la coexistencia de diferentes generaciones. Un fenómeno que se acentúa hoy en día, especialmente en occidente, por el aumento de la esperanza de la vida. En una sociedad moderna que ha decidido separar las generaciones; las comunidades monásticas mantienen, en la medida de lo posible, la práctica de la convivencia intergeneracional. Es habitual que haya comunidades de cuatro o incluso cinco generaciones.
A raíz del Sínodo romano sobre “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”, este número del Boletín de la AIM, presenta algunos aspectos de este tema en relación con la vida monástica. Varios testimonios de diferentes continentes nos dan una idea de cómo los jóvenes monjes o hermanas viven hoy su compromiso. Cada uno interpretó a su manera la pregunta inicial, que se refería a la visión que un joven podía tener de la vida monástica en el contexto de su país o su cultura. Así esto nos proporcionan una gran diversidad de enfoques. El resto de este número está dividido en diferentes secciones y algunas noticias.
Venerar a los ancianos, amar a los jóvenes
RB 4, 70, 71; 63, 10
Acojamos en primer lugar lo que san Benito nos dice sobre nuestro tema. San Benito se preocupa especialmente por el equilibrio dentro de la comunidad con la contribución de los jóvenes y los hermanos y hermanas mayores. En el capítulo 4 de los Instrumentos del arte espiritual tiene este mandato: “Venerar a los ancianos, amar a los jóvenes” (4,71-72). Se trata de situar las reacciones de unos y otros en el contexto de la atención mutua.
Desde el principio de su Regla, el monje es considerado como un hijo que escucha a su Padre. Como sabemos, se trata de una referencia al Libro de los Proverbios (Pr 1,8), pero más aún, es un énfasis evangélico. Jesús se sitúa en su relación de filiación con su Padre, que es también nuestro Padre, y desde ahí nos invita a ser como los hijos amados de este Padre que nos ama. Cualquiera que sea la edad de un monje, de una monja, de un discípulo de Cristo, es siempre un hijo o una hija que escucha a aquel de quien recibe todo.
En el capítulo 7 sobre la humildad retoma este tema. Define al monje como un niño que descansa confiado en el pecho de su madre, como el discípulo que escucha a su Dios (cf. Sal 130). Si lo pensamos es una definición sorprendente del monje. Se trata, pues, de descansar en Dios como un niño, un niño pequeño que descansa en brazos de su madre, sin ningún tipo de orgullo, ambición, ni búsqueda de objetivos propios y centrados en sí mismos. En tal actitud de confianza, de fe, se alcanza gradualmente una madurez y, como dice el 12º grado de humildad: “El monje llegará enseguida a aquel amor de Dios que, por ser perfecto echa fuera el temor” (RB 7, 67). Este el camino de toda la vida monástica.
La escuela que san Benito quiere fundar para todos aquellos que se pongan en esta disposición aspira a correr por el camino de los mandamientos: “Sin embargo, con el progreso en la vida monástica y en la fe, ensanchando el corazón (cada vez más joven...), con la inefable dulzura del amor se corre por el camino de los mandamientos de Dios” (P 49). No está garantizado que esto sea siempre y con todos, pero esta es la perspectiva que abre san Benito... Nadie puede evaluar desde fuera lo que ocurre en lo más íntimo del corazón de cada persona: sólo Dios lo sabe.
De acuerdo con esta propuesta, san Benito presenta a los monjes cenobitas como principiantes (RB 1 y RB 73) que se están formando en las filas de un ejército fraternal. Poco a poco, se desprenden del simple fervor de los inicios para entrar en las pruebas y el combate contra las fuerzas interiores de la adversidad interior, haciéndose más autónomos con la edad. Algunos de ellos pueden incluso reivindicar un estilo de vida eremítico. De hecho, experimentamos en nuestros monasterios que la mayoría de los ancianos terminan sus días en esa forma de soledad, ya sea en la enfermería o incluso en la vida más ordinaria. Los mayores, aunque permanezcan presentes en la vida de la comunidad, adquieren una cierta distancia de los acontecimientos pasajeros, ayudando a toda la comunidad, y especialmente a los jóvenes, a tomar distancia de todas las discordias, las confrontaciones o las discusiones necesarias, pero muy relativas de la vida cotidiana. Esta libertad también da muy a menudo a los mayores, una hermosa complicidad con los más jóvenes, porque al final, los primeros ya no tienen nada que perder y los segundos todavía no tienen nada que perder.
San Benito está muy consciente de la contribución específica de cada grupo a la vida comunitaria y por eso insiste en que todos deben ser consultados cuando haya asuntos importantes que tratar en el monasterio (RB 3, 1). Continúa diciendo: “hemos dicho que todos sean convocados a consejo precisamente porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor” (3,3). ¡Qué bueno es escuchar esto de alguien tan experimentado como Benito! Lejos de considerar el hecho de reconocerse como hijo de Dios, sea motivo de una dependencia irresponsable, el autor de la Regla precisa, por el contrario, que ser joven en una comunidad está también llamado a desempeñar el papel que le corresponde a esa edad. ¡Qué lejos está esto de las costumbres infantilistas que vemos tan a menudo en nuestras santas instituciones! Ocurre en nuestras comunidades -especialmente en el hemisferio norte- que incluso después de alcanzar la edad de cincuenta años, se le sigue tratando como un joven que no tiene derecho a dar una opinión independiente. Esto se llama infantilismo y es bueno combatirlo enérgicamente. Sobre todo porque los “jóvenes” que integran nuestras comunidades pueden ser también adultos de treinta, cuarenta y más años, frutos maduros de múltiples experiencias de vida.
Después de haber impartido su enseñanza espiritual en los primeros capítulos de la Regla, san Benito aborda temas prácticos en las que desgrana las grandes orientaciones que estableció al principio. Así, en el capítulo 22, donde san Benito subraya la importancia de la mezcla de generaciones al hablar de la forma de dormir de los monjes: “Los hermanos más jóvenes no tengan contiguas sus camas, sino entreveradas con las de los mayores”, en una época en la que la gente todavía dormía en dormitorios. En concreto, se trata de evitar las ambigüedades en las relaciones entre los hermanos jóvenes, de aprovechar el estímulo de los más veteranos respecto a los principiantes, pero también de reconfortar a los mayores para mantener el impulso de la juventud. Tales medidas parecen bastante anticuadas en un mundo en el que existe un mayor temor a los abusos por parte de los mayores hacia los más jóvenes. Pero, ¿debemos considerar todo a la luz de tal temor? El estímulo entre generaciones también tiene un rol, aunque conlleve el peligro de los abusos. En el contexto de los monasterios, aparte de los que se dedican a la educación, el abuso podría desembocar en comportamientos homosexuales. Son necesarias la vigilancia y la corrección, que no deben impedir la riqueza del intercambio dentro de la comunidad.
En el monasterio de san Benito había también niños confiados a los monjes por sus familias para que recibieran una buena educación (cf. RB 59). Eran tratados de la misma manera que a los monjes si cometían errores o faltas. Primero se les imponía la pena de la exclusión temporal, y si no comprendían la gravedad su falta, eran objeto de castigos más severos. San Benito creyó en la capacidad de discernimiento espiritual de los jóvenes que poblaban los monasterios y a los que no siempre era fácil acompañar (RB 20). El capítulo 68 sobre el modo de recibir a un nuevo miembro es quizás el que más nos dice sobre lo que Benito quiere para los monjes jóvenes. En primer lugar, no se facilita la entrada en la comunidad: “examinad los espíritus si son de Dios” (58, 2). Esto contrasta con la actitud tan frecuente de facilitar a los jóvenes la entrada en la vida monástica. Es una experiencia exigente que requiere una prueba para descubrir los verdaderos problemas.
En tiempos de san Benito, si alguien llamaba a la puerta, tenía primero una estadía en la hospedería y luego, si el candidato perseveraba, entraba al lugar donde vivía los novicios. Allí están verdaderamente separados, durmiendo y comiendo, realizando las diversas prácticas espirituales. Se designa a un anciano experimentado, “capaz de ganar almas”, para que los acompañe. Se dan tres criterios para este acompañamiento: examinar si el joven de veras busca a Dios, si es solícito para el Oficio Divino, si vive bien la obediencia y las humillaciones que no faltan.
Vemos, por tanto, que los jóvenes no son tratados como reyes en el monasterio de Benito, al mismo tiempo que se tienen en cuenta sus necesidades específicas. Por eso se les forma por separado bajo la dirección de un mayor. Hay una entrada progresiva en la comunidad con especial atención al camino interior. Esto contrasta con nuestra sensibilidad actual, que busca integrar al máximo y lo antes posible a los recién llegados en la vida de toda la comunidad valorando su contribución específica. Hay que encontrar un buen equilibrio entre estas dos posturas. Hay mucho en juego para la vida monástica actual. No se entiende bien la brecha de mentalidad entre las generaciones en el mundo contemporáneo; una brecha que se está acelerando y que requiere un enfoque gradual que haga posible un saludable diálogo entre personas de diferentes edades y a veces de diferentes culturas, mediado por la misma Regla.
Esta integración progresiva es tanto más importante cuanto que el valor del compromiso está hoy muy relativizado. No es raro ver a monjes o hermanas, después de haber hecho la profesión solemne, dudar de su palabra casi sin escrúpulos. Incluso abandonan el monasterio sin previo aviso de ningún tipo, una práctica que no tendría lugar en el mundo profesional. Pero el compromiso monástico es más bien un asunto privado, como lo que ocurre en el contexto de la familia, que hoy puede hacerse y deshacerse con mayor facilidad.
San Benito establece el orden que debe observarse en la comunidad (RB, 63). Recomienda que esto se base en el orden de entrada en el monasterio y no en la edad o en las distinciones sociales. Así, “quien llegó al monasterio a la hora segunda, sepa que es más joven que aquel que llegó a la primera hora del día, de cualquier edad o dignidad que sea” (63, 8). Asimismo, san Benito nos recuerda que “absolutamente en ningún lugar la edad debe crear distinciones ni preferencias en el orden, porque Samuel y Daniel, con ser niños, juzgaron a los ancianos” (63,5-6). En este mismo capítulo, además de su mención en el capítulo 4, san Benito reitera que los jóvenes honrarán a los mayores y que los mayores tendrán afecto por los jóvenes. Para ello, recuerda algunas reglas de conducta fraterna que tienen consecuencias en la vida cotidiana: el hecho, por ejemplo, de llamar a los jóvenes “hermano, hermana” o a los ancianos “nonnus, nonna” que, además, dio origen al sustantivo “monja” y que todavía significa “abuelo, abuela” en italiano. El primer término marca un reconocimiento por parte del mayor de que el menor es un hermano en Cristo sin ninguna superioridad paterna o materna. El segundo denota al mismo tiempo respeto cierta familiaridad. Podría interpretarse como “padrecito, madrecita”. Probablemente no sea la expresión adecuada para utilizar hoy en día, pero valdría la pena encontrar un equivalente.
San Benito nos recuerda también algunos modales elementales, como saludarse al encontrarse, tomando la iniciativa el hermano menor. En la Regla, esto se traduce en pedir la bendición de Dios a través del mayor. Del mismo modo, san Benito nos recuerda que un joven debe levantarse cuando pase un mayor y ofrecerle un sitio para sentarse. Todos estos pequeños gestos cotidianos son signos de una actitud más general de respeto, de modo de indicarnos constantemente de que nos honramos unos a otros.
En las sociedades occidentales, en las que los mayores suelen estar reunidos en casas especializadas, el ejemplo de los monasterios en los que conviven distintas generaciones puede ser un buen testimonio; siempre y cuando los mayores, que son mayoría en algunas comunidades del mundo occidental, se cuiden de la tentación de poner a su servicio a los jóvenes, que son muy pocos o, a veces, ¡se reducen a uno! Más aún si se trata de monjes o monjas jóvenes que se trasladan del extranjero con esta intención no declarada. Por otra parte, san Benito insiste mucho en que dos miembros de una misma familia (a menudo uno de ellos más joven) no deben defenderse por el escándalo y el desequilibrio que esto puede provocar dentro del grupo. También exige que los más jóvenes y los más mayores -por su mayor fragilidad- no sean tomados por los demás de forma desordenada, como para desahogarse.
En definitiva, la Regla benedictina, según su autor, fue escrita como se ha dicho, para principiantes. Tanto es así que, en el monasterio, todos deben preocuparse por mantener un corazón joven, deseoso de avanzar por el camino del mandamiento del amor para que, con el estímulo mutuo, el corazón de cada uno se expanda y todos corran con alegría hacia la meta que no es otra que la unión con Dios. Esta meta garantiza a cada uno el dinamismo de vivir en la novedad y la creatividad de Dios. En este asunto, la edad tiene un papel extraordinariamente pequeño.