P. Jean-Pierre Longeat, osb
Presidente de la AIM
El acompañamiento
en la tradición benedictina
Dado que el presente boletín hace eco de la sesión que tuvo lugar en Vietnam en febrero de 2016 sobre el acompañamiento espiritual, nos parece importante presentar aquí, como introducción, algunos puntos de referencia sobre esta dimensión de la tradición benedictina. El concepto de acompañamiento es importante por más de un motivo. Ante todo, desde la perspectiva cristiana, es propio de la condición de discípulo estar acompañado. Nada logramos en la soledad.
En segundo lugar, el primer acompañante es Dios mismo. Dios está presente por Cristo y en el Espíritu Santo. El discípulo, a imagen de Cristo, viene del Padre y vuelve al Padre. En este camino el discípulo es inspirado por el Espíritu divino descrito como parakletos, es decir, aquel que ha sido llamado para acompañarlo, como un abogado. Por tanto, hay una dimensión pascual en todo acompañamiento espiritual: se trata de no encerrarse en sí mismo y de aceptar ser despojados de nuestras ilusiones, para vivir según Dios. Esta negativa a encerrarse, este despojo, es una forma de pérdida de lo que uno cree ser, que no es más que apariencia, para llegar a ser realmente lo que verdaderamente somos, desde lo más profundo de nosotros, donde Dios ha hecho su morada. Este despojo de todas las capas que cubren nuestra fragilidad y nuestra desnudez es un camino especialmente exigente. Pero esta exigencia trae una bienaventuranza inestimable que permite vivir un camino de discípulo, de siervo amoroso, atento a sí mismo y a todos los demás, totalmente orientado a su fuente, crecimiento y realización en Dios.
Estamos muy lejos de un acompañamiento de tipo psicológico. Como presenta más adelante el padre Marie-Dominique Pham Van Hien, la tarea del acompañante es ante todo despertar en cada discípulo que se le confía, la presencia de la Divina Trinidad. Por supuesto, el aporte de la psicología puede ser necesaria en muchas circunstancias, pero no es la última palabra del acompañamiento espiritual.
Cuando hay muchos candidatos y escasez de formadores adecuados es absolutamente necesario mostrar con más detalle todo lo que entra en juego en materia de acompañamiento.
No se trata de enorgullecerse de un método benedictino que no existe como tal. El camino benedictino apela a ciertas sensibilidades, a ciertos temperamentos; otros se sentirán más a gusto en otras propuestas. Pero también es importante que la experiencia benedictina reafirme su originalidad y se presente con firmeza en el marco de nuestros monasterios. Debemos estar conscientes de la riqueza de esta enseñanza para poder sacar provecho de ella no sólo para los monjes y monjas, sino también para aquellos que los rodean.
Hablar de acompañamiento es hablar de comprometerse a vivir las diferentes dimensiones de la persona humana. Se trata más de una experiencia de vida común, que de una enseñanza que debe ser transmitida teóricamente. En el marco de un acompañamiento benedictino, es incluso bueno dejar un período relativamente largo, por ejemplo el postulantado y el noviciado, para concentrarse en compartir esta experiencia en el corazón de una comunidad. Esta experiencia puede ser revisada y evaluada permanentemente. Son varias áreas en las que esta experiencia puede ser vivida.
1. Escucha
No es de extrañar que la dimensión de la escucha se presente como primer criterio de acompañamiento. Sabemos que la Regla de San Benito comienza así:
“Escucha, hijo, los preceptos del maestro e inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso y ponla en práctica” (Pr 1).
Esta escucha no es simplemente la de un oído externo, sino la del corazón. Este corazón no es el de los afectos, sino del corazón de las profundidades de las cuales surge la fuente de la vida según Dios. Este es el corazón del que hablan la Biblia y la literatura cristiana de los primeros siglos.
El acompañamiento de quien quiere seguir a Cristo en la vida monástica consiste primeramente en ayudar a tomar conciencia de esta dimensión de escucha interior. Concierne a todas las dimensiones de la vida, desde el intercambio en la relación humana o en el trabajo, hasta el silencio de la oración contemplativa, pasando por la lectura y la oración litúrgica.
Si esta escucha estuviera en el centro de nuestras vidas, las dificultades que encontramos tendrían una tonalidad diferente; se abordarían con más perspectiva. ¿Cómo trabajar esta escucha? ¿Cómo practicarla para que se convierta en una segunda naturaleza?
Lo primero es la atención, activa y pasiva a la vez. Su punto de anclaje esencial está en el corazón. El corazón comprende a toda la persona que percibe lo que nos rodea a partir de la fuente vital con la que Dios nos entrega su vida. Es, de hecho, el punto donde emerge la energía divina en nosotros; el aliento del Creador infundido en el cuerpo humano en el momento de la creación del hombre en el Génesis. Es la atención interior que une a una madre con sus hijos. En el lenguaje bíblico se le conoce como misericordia, la misma palabra que designa el útero, ese receptáculo vital y precioso. Simbólicamente esto representa el corazón, el símbolo de la tranquilidad, la paz y una dulzura bastante inesperadas pero muy reales.
Permaneciendo en esta actitud de profunda paz interior, escucho la Palabra de Dios, vivo la liturgia, trabajo con mis manos, estoy atento a quienes me hablan sin intentar por un momento encerrarme en mis pensamientos. Como dice san Benito, recibo, acojo de buen grado. Es importante cultivar esta atención en el corazón sin a priori.
Las representaciones, las construcciones imaginarias van a nacer dentro de mí, pero no me apego a ellas demasiado rápido, no son más que material que trabaja en mi memoria y que me será útil más adelante cuando deba tomar decisiones alimentadas por una amplia gama de posibilidades.
Al estar en el corazón, es importante dejar pasar el tiempo para que llegue al día en que sea expresión de lo que brota de la fuente de Vida que emerge en mí de parte de Dios. Por eso, trato de permanecer en una presencia atenta construida sobre el silencio.
Luego llega el momento en que quiero expresar algo, ya sea en la oración o en la conversación. Lo hago con total apertura, como una reflexión, una sugerencia, más que como una afirmación perentoria. Por mi manera de expresarme, muestro claramente que se trata de una simple propuesta, de una idea que necesita ser ajustada y que, por ello, es necesariamente modificable. Esto no me impide formular convicciones e incluso dar pruebas en ocasiones de firmeza, si es necesario, pero nunca se trata de propuestas cerradas que descarten otro punto de vista.
La profunda experiencia de la escucha nos lleva, en primer lugar, a confiar cada vez más en lo que dice el corazón. Se vuelve cada vez más natural, simple, disponible. Progresivamente me hago más consciente de que ésta es la fuente de la que brota la Vida que Dios nos ha dado. Las meditaciones y las situaciones externas revelan en mí este surgimiento de la vida, del amor ligado a la presencia de Dios en nosotros.
Puedo darme cuenta de esto en cualquier momento. Es más fácil experimentar esto en circunstancias como el contacto con la naturaleza, la lectura atenta o la escucha de la música para, por ejemplo, prepararse para vivir en relación tanto con Dios como con nuestros hermanos y hermanas en humanidad. Concretamente, cuando la mente se pone a comentar lo que percibo me resulta más fácil, pero trato de no apegarme a ella con demasiada facilidad. Vuelvo suavemente y con toda sencillez al corazón y allí me quedo. Es un largo trabajo de transformación, de conversión.
2. Obediencia
Como sabemos, la palabra obediencia viene precisamente del verbo audire, escuchar. El verbo latino que traduce oboedire viene de obaudire, escuchar suave. Es a partir de esta escucha profunda, como dice la Regla de san Benito, que vamos a poder ponerla por obra en forma concreta y eficaz, realizarla con palabras y hechos.
Estamos muy lejos de una obediencia de estar a disposición de alguien. Es más bien una atención activa, una percepción viva que da la energía para responder lo más plenamente posible a lo que hemos percibido. Corresponde a la obediencia de Cristo tal como está descrita en el Nuevo Testamento. La voluntad que se compromete en esta obediencia no está centrada sobre su autor, sino dirigida hacia aquel a quien intenta unirse.
Concretamente, ¿cómo puede suceder esto en la relación humana?
En la formación, tras la presentación de una propuesta, puede procederse a un intercambio de información, con peticiones de aclaración y comprensión tanto por parte del destinatario como de quien lo propone. Esto vale tanto en la enseñanza como en el acompañamiento espiritual.
Destaca el hecho de que no podemos comprender inmediatamente a otra persona. Esta comprensión es esencial tanto en la escucha como en el diálogo. El silencio es pues necesario, y ofrece un espacio cuando permanezco en la presencia del otro sin hacer ningún juicio o cualquier imagen del otro construido sobre lo que conozco de esa persona, o mi experiencia de ella. Lo veo como una página en blanco. Pongo mi atención en el corazón y hago callar cualquier cosa que llene el espacio. Confío en el hecho de que el otro es infinitamente diferente de cualquier cosa que pueda percibir de él. Al igual que yo, el otro posee en un rango infinito de ideas y posibilidades no dichas e inconscientes.
De hecho, solo en la escucha puedo percibir lo que hay en mí; veo al otro desde lo que soy. Entrar en relación con otro es querer salir de este molde para comenzar a descubrir un poco el del otro. Para esto la forma de preguntar es esencial. También las preguntas y las respuestas conducen a nuevas representaciones pasajeras… hasta el momento en que se tome una decisión cuando el acorde se realice, como se dice para instrumentos musicales. ¡Qué proceso tan permanente y tan emocionante!
3. Silencio
La Regla de San Benito da una gran importancia a la virtud del silencio. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el mutismo. Es un silencio atento que deja espacio para el trabajo de la escucha durante la germinación y el crecimiento de la Palabra, como una semilla lanzada a la tierra que crece sin que nadie sepa cómo. Silencio que al que podemos acceder progresivamente de la manera más permanente posible para entrar en relación con Dios y con los demás a partir de él y para desarrollar la vida en nosotros y entre nosotros, de modo justo.
En un primer momento, el entrar en este silencio permite ir derribando poco a poco las máscaras de las que nos hemos ido protegiendo.
En un segundo momento, tomamos conciencia de que la mente, que es por otra parte un activo, se vuelve más relevante, más eficaz si se sirve de esta silenciosa inmensidad. El buen uso de nuestras capacidades es saber dejar que silencio y mente se fecunden mutuamente.
Lo más valioso de todo es el uso cada vez mayor del espacio interior, cómo ensancharlo, descubrir su potencial y la capacidad de manifestarlo.
Estoy llamado a mantenerme en este silencio, a no dejarlo, a estar atento de lo que emerge de él. Pueden surgir sensaciones, sentimientos, imágenes, pensamientos y acciones razonadas.
Este silencio despierta en nosotros la bienaventuranza de una actitud libre de toda voluntad propia y es el espacio donde la Presencia esencial puede llegar de una manera muy íntima.
Podemos decir que el mayor obstáculo es el miedo a la manifestación de esta Presencia íntima: miedo a morir a sí mismo, a ser despojado de sentimientos, emociones, y de los propios pensamientos y deseos para abrirse a algo desconocido que no puede ser dominado por sus propias fuerzas. Lejos de ceder a estos temores, es bueno buscar la atracción de esta Presencia, entregarse a ella con confianza, con fe y hacer de ella el fundamento de la vida. Cristo resucitado nos anima a esto diciendo, cada vez que se aparece a sus discípulos: “No temáis”.
4. Vivir la Presencia
Después de un largo viaje es posible creer que esta escucha atenta y silenciosa nos abre verdaderamente a la Presencia esencial que se nos manifiesta como fuente de vida. Para nosotros los creyentes es la presencia de Dios. Cuando se la reconoce despierta una sensación de paz, pero también de claridad de la distancia que nos separa de ella. “¡Así pues, está Dios en este lugar y yo no lo sabía!” dijo el patriarca Jacob después de cruzar el río Jabboq. En la tradición espiritual a esta lucidez le da el nombre de temor del Señor. Lejos de ser un miedo paralizante, es más bien una conciencia de vivir en la Presencia de quien nos ama y a quien amamos por encima de todo. El deseo nos impulsa entonces a hacer que nosotros mismos estemos presentes en esta Presencia. Hay como un reflejo del amor que guía toda la vida. Una vida arraigada en la escucha, la apertura al otro, en la participación de la Presencia.
Dejar que esta conciencia viva, es realmente esencial en esta formación, ya que según la tradición es la base de la sabiduría. Es el primer paso en una vida justa, tradicionalmente conocida como humildad.
5. La humildad
Nuestra condición como criaturas surgidas de la tierra y el agua por el lento proceso de la evolución puede alimentar en nosotros una forma de humildad, tanto más porque no sabemos prácticamente nada acerca de lo que nos hacer ser lo que somos. Buscamos constantemente evaluar nuestra condición, pero las representaciones que hacemos están muy por debajo de la realidad. Ninguna de estas apreciaciones es suficiente en sí misma; son meros bosquejos. La mía no es mejor que la de los otros.
La humildad consiste en reconocer en primer lugar la representación que uno se hace del otro y de sí mismo. Este reconocimiento permite relativizar lo que se considera absoluto y no temer intercambiar tanto las fortalezas como las debilidades que están en nosotros mismos y en los demás. Porque esta revelación es parte de la relación humana como una preciosa vía de acceso al otro.
Las indicaciones que san Benito da en su Regla sobre el tema de la humildad acompañan este proceso, para que podamos reconocer en él la gracia que Cristo ofrece al mundo:
- En primer lugar, vivir en presencia de Dios (1° grado).
- Renunciar a toda voluntad propia; vivir más bien la relación de voluntades como la gracia de intercambio de relación verdadera con los demás (2° grado).
- Obedecer en una actitud de escucha atenta en todas las circunstancias (3° grado).
- Ser paciente en las dificultades, en el sufrimiento y en la obligación de actuar de una manera que uno no habría elegido libremente (4°grado).
- Mantener abierta la posibilidad de hablar con libertad a alguien que nos ayuda a permanecer en la profundidad del corazón. Esto se llama apertura del corazón al acompañamiento espiritual (5° grado).
- Tomar conciencia de la brecha entre la realidad y el deseo profundo que debería ser nuestra verdadera guía (6° grado).
- Reconocer que uno no es mejor que los demás, combinado con una gran apertura de corazón a los demás. (7° grado).
- En este contexto, llegar a ser capaz de hacer lo que es necesario en el lugar donde se vive según las costumbres locales. No se busca a toda costa autojustificarse para imponer su modo de ver (8° grado)
- Finalmente toda la vida del monje se basa en esta experiencia radical. La vida que sale de tal arraigo no carece de fuerza y originalidad (9°-12° grado).
Reconocemos la actitud de Cristo, que transmite la vida que recibe del Padre y la despliega sin acaparar para sí mismo, a lo largo de su vida y hasta su muerte. Cristo es el Viviente por excelencia gracias a la autoridad interior de su humildad.
6. La oración
Todo lo dicho hasta ahora constituye ya un movimiento de oración. Una actitud de escucha, inclinando el oído del corazón en el más profundo silencio interior, viviendo en la Presencia esencial, disponibles para compartir la relación entre la obediencia y la humildad, constituye una actitud de súplica, alabanza y acción de gracias. Dios, nuestra fuente de vida, nos da todo su ser; lo recibimos en lo más íntimo de nuestro ser y lo compartimos con los demás, sin guardarlo para nosotros mismos, en comunión fraternal. San Benito insiste en el prólogo de su regla: “Cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente que él la lleve a término”. En efecto, nada puede vivirse auténticamente sin este reconocimiento de lo que viene de la fuente divina e inspira nuestras vidas. Por eso toda la vida es una vida de oración
Los monjes se comprometen a una vida de oración tanto individualmente como en comunidad. Practican la escucha diaria de la Palabra de Dios de mil maneras. Esta escucha los lleva a experimentar el silencio del corazón para estar plenamente disponibles a la presencia de Dios impregnada en las Escrituras. Por tanto, están dispuestos a vivir esta misma oración también en el corazón de la vida comunitaria en obediencia y humildad. La liturgia une estas diferentes dimensiones como práctica comunitaria. No es un ejercicio separado, sino una manera de desarrollar una vida en presencia de Dios y en el corazón mismo de una comunidad fraterna.
7. El trabajo monástico
De este modo, toda la vida monástica se convierte en una obra, una ascesis (la palabra ascesis significa ejercicio, entrenamiento) de atención para la vida en la Presencia esencial. Se podría decir que todo en tal vida se convierte en una obra de renacimiento. Las actividades de servicio y de trabajo remunerado están insertos en el mismo programa. Ciertamente, hay que trabajar para vivir y nadie puede sentirse dispensado de tal preocupación. La vida monástica comprende muchas horas de trabajo práctico cada semana. Nadie puede pretender que ha entrado en un monasterio para escapar del trabajo. Cualquiera que sea la actividad de un monje, toda su vida es un trabajo. Se trata de un trabajo de conversión, para que, totalmente orientado hacia Dios y hacia sus hermanos y hermanas en humanidad, despojándose de sus disfraces ilusorios, el monje se convierta realmente en lo que es.
El acompañamiento espiritual consiste en estar presente como un hermano mayor en este camino de conversión, viviendo y compartiendo todas estas dimensiones. Es un camino pascual, la exigencia no es menor.